Un
asunto pestilente
Alejandro Baravalle
Ayer
a la tarde, los azares de mi trabajo me llevaron a tocar el timbre en la casa
de Maxi. Había yo terminado con un trámite en la municipalidad, y en menos de
una hora debía asistir a una reunión en las oficinas de enfrente. Obligado a
hacer tiempo, indagué en el rudimentario mapa de mi memoria la cercanía de un
bar, o de cualquier local con mesas y sillas. Y me acordé de que, a un par de
cuadras, vivía mi viejo amigo.
Muy
buen plan, salvo que ahora no me atendía nadie. Prendí un cigarrillo y toqué de
nuevo, tratando de recordar la última vez que había visitado esa casa. Fue por
lo menos hace un año. En ese entonces, a la verja que antecedía al jardín no se
la comía el óxido, y el propio jardín ―que a su vez antecedía a la fachada― no
había mutado en un horrible yuyerío. Había más novedades: las manchas de
humedad en la puerta se percibían incluso desde mi lejanía, y la cortina
abierta de la ventana dejaba ver la mugre del vidrio.
Aquella
ostensible dejadez me llevó a lo último que supe de Maxi, por un conocido en
común: su mal trago con una linda abogada, que le había metido los cuernos tras
años de convivencia.
Recordé
haberlo llamado en esa ocasión. Al igual que ahora ―ya estaba por irme― no me
había atendido.
―Dudo
que le abran.
No
había reparado en aquel viejo, echado sobre una reposera en la vereda de al
lado.
―Debe
hacer un mes que no sale ―siguió, asumiendo que a mí me interesaba lo que tenía
para decir; a menudo, los viejos se saltan toda norma de cortesía: consideran
que se han ganado ese derecho.
De
todos modos, el tema me interesaba, así que le pregunté si conocía las razones
de tal hermetismo.
―Vaya
uno a saber. ―El viejo hablaba con la misma indolencia que le impediría emparejar los rulos de su barba canosa―.
Lo último que me dijo el pendejo fue algo así como… “No me importa nada”. ―Y remarcó el “nada”, recalcando
lo significativo de aquella cita no textual.
―Ya
veo. ¿En qué momento se lo dijo?
―La
tarde que lo vi por última vez, mientras él abría la reja. Le avisé que tenía
un problema con la humedad. Más que nada, aunque eso no se lo dije, le avisé
porque en cualquier momento me iba a pasar el problema a mí.
Volví
a mirar hacia la puerta. El viejo rebufó.
―Dicho
y hecho: la humedad ya llegó a mi pared. Ya tengo mis propias manchas.
―¿Y
usted no le tocó el timbre para avisarle?
Me
contestó como se le contesta a un retardado:
―¿Por
qué cree que le advertí que no le iba a resultar?
Nos
quedamos en silencio. Mientras terminaba el cigarrillo, me fijé en un yuyo muy
alto y envuelto en telarañas.
―¿Y
no avisó a la Policía? ―dije―. Es raro que alguien, de un día para otro, deje
de salir de... Quiero decir: tarde o temprano, a alguien va a tener que llamar.
Por el tema de las paredes, aunque sea.
Él
asintió con la cabeza, como diciendo “En su momento, me encargaré”. Yo ya me
estaba olvidando de la reunión; me estimulaba más este enigma.
―¿Y
si salto la reja? ―le dije al viejo en tono cómplice―. Así, por lo menos, espío
por la ventana.
―Si
se atreve ―dijo él abriendo los brazos―, cosa suya. Pero... ahora que usted
acaba de tirar el pucho: ¿no siente el olor que sale de ahí?
Inspiré,
y mi mueca de asco hizo sonreír al viejo.
―Mire
―me dijo, sin abandonar la sonrisa―: no es necesario tanto alboroto. Yo sé
abrir este tipo de rejas. Espéreme un segundo.
Se
despegó de la reposera y dio unos pasos de plomo hasta su casa. Entró. Poco
después, salió mostrándome con suficiencia unos diez centímetros de alambre
estirado.
―Es
una boludez ―se vanagloriaba el viejo, meta darle a la cerradura con esa llave
clandestina―. Yo se lo avisé un día al pibe: a esta bosta la abren hasta las
abuelitas de los chorros.
Oí
un clic, y la verja
cedió.
―Qué
olor a podrido, nene ―enfatizó el viejo. Y razón no le faltaba: caminar hacia
la puerta a través de aquellos yuyos era la versión pedestre de bucear en el
Riachuelo.
Ante
la fachada, él se quedó a la espera de que yo tomase la iniciativa. Con cautela, como si en cualquier momento pudiese aparecer
un dragón de Komodo o algún monstruo de esos
que uno conoce por documentales, me acerqué a la ventana. Saqué un
pañuelo descartable y limpié la mugre del vidrio. Bueno, en realidad, apenas
limpié una de las infinitas capas de mugre que se agarraban al vidrio.
Miré
hacia el interior, haciéndome visera con la mano. Tratando de distinguir algo
entre la penumbra, oí un leve repiqueteo. No me extrañaría, tal como venía la
cosa, que Maxi dejase que las goteras proliferaran a su gusto. Entreví lo que
parecía ser un electrodoméstico ―quizás un equipo de música― cubierto con un
felpudo o una toalla vieja. Todo muy fúnebre. El felpudo o toalla conservaba
parte de su blancura original. Y, gracias al contraste con ese blanco dudoso,
divisé a los puntos negros surcando la tela en todas direcciones. Al parecer,
no se trataba de goteras.
¿Era
lo que yo creía?
¿Una
cantidad ingente de cucarachas estaba causando ese leve pero constante
repiqueteo?
Jamás
me hubiese formulado yo semejante pregunta; pero los hechos de la vida, a
veces, nos llevan a preguntarnos cosas raras. Nos llevan a ser curiosos.
Demasiado curiosos.
―Un
asco. ―Me asustó la voz del viejo, detrás de mí.
Esta
vez, no aprovechó la oportunidad para burlarse. Quizá no advirtió mi
sobresalto. O quizá lo paralizaban su propia fascinación, su propio miedo.
Nos
lanzamos el uno al otro una mirada de “¿Y ahora qué?”.
Espié
de nuevo por la ventana: un trazo de luz me reveló una tela ajada y roja,
empapada por un manchón difuso. Al parecer, se trataba del respaldo de un
sillón. Ningún haz le iluminaba los apoyabrazos ni el cabezal, así que no podía
saberse si mi amigo estaba o no sentado ahí.
Me
alejé de la ventana y golpeé a la puerta, menos por la expectativa de obtener
algún resultado que para retrasar nuestra inevitable intrusión.
No
hubo respuesta.
El
viejo me inquirió con la mirada: ahora que sólo nos separaban de la resolución
del misterio una cerradura poco confiable y una puerta enmohecida, su actitud
sobradora había desaparecido. Y yo sí aproveché el momento para descansarlo:
―¿Podrá
repetir la hazaña de la reja?
El
viejo se rio, pero a esta risa le noté el esfuerzo. Y supe que él no había
insistido con el asunto de la pared porque le temía a Maxi, a su probable
locura. Y, quizá, le temía a la casa misma. Debía de estar lamentándose por
hacerse el canchero conmigo: ya no podía recular sin humillarse.
Y
ahora, más allá del cagazo, el viejo parecía empeñado de verdad en abrir la
cerradura. Pero la cerradura no abría.
―La
tiro abajo, y a la mierda ―dije, fingiendo decisión―. Mi amigo puede estar
muerto, o vaya uno a saber. Esto no es razonable.
Y
el viejo se afligió, así que me abstuve de enrostrarle su negligencia de no
haberle avisado a la Policía. Lo hecho, hecho estaba.
Retrocedí
para tomar impulso, y le pegué una patada a la puerta: apenas se conmovió.
Probé de nuevo, más fuerte: no la abrí, pero conseguí astillarla en el centro.
La tercera patada provocó una hendidura en la madera. Me agaché y, tironeando de los bordes, empecé a arrancarle
más pedazos. Se me antojó que yo era un topo cavando un túnel hacia esa
hedionda oscuridad. Después, y comprobando que no pasaba nadie por la vereda,
le pegué a la puerta otros cuatro o cinco patadones. Me detuve cuando el agujero
alcanzó un tamaño que, arrastrándonos y comprimiendo los hombros, nos
permitiría entrar.
Durante
mi aparatoso vandalismo, el viejo no había dicho palabra.
―Quedesé
si quiere, viejo ―le dije, con ganas de provocarlo un poco más.
―Entro
después de usted, m’hijo.
Cuidando
de no lastimarme con las astillas, entré, cuerpo a tierra. Afuera menguaba el
sol, pero con la luz que permitía el agujero ―y sin la mediación del vidrio
roñoso― pude discernir bastante bien dentro de la casa. Hubiera preferido no
hacerlo.
Las
cucarachas que yo había visto antes eran sólo un tenue anticipo, una muestra
minúscula de aquella siniestra oda a la inmundicia. La fachada misma parecía
decente si uno la comparaba con el interior. Había ahí manchas de todos los
colores. Más bichos de mierda ―no me atreví a examinarlos―. Y polvo, cantidades
de polvo como para llenar un container. Pastas y engrudos de arcana procedencia
chorreaban de la diseminada vajilla, y por todos los rincones desbordaba la
mugre.
Tan
impactado quedé, que me olvidé de darle una mano al viejo con su entrada. Por
suerte, se las arregló solo. Y, cuando estuvo de pie, lanzó una pregunta
retórica:
―¿Qué
carajo pasa acá?
La pregunta no resultó del todo inútil. Al
menos, la voz del viejo había opacado por un instante el repiqueteo de las
cucarachas, y también el deslizarse de las ratas que adivinábamos, pero por
suerte no veíamos.
Yo
intentaba respirar lo menos posible. Y
me daba miedo acercarme al sillón. Y más cuando advertí aquella mano lánguida
sobre el extremo del apoyabrazos.
―¿Maxi?
Una
vez más, daba yo rodeos para retrasar lo inevitable. Los muertos no responden a
ningún llamado. Los muertos no responden a nada. Y Maxi debía de haber muerto,
no quedaba otra. Maxi se estaba pudriendo sobre el sillón rojo. Maxi ya sólo
servía para alimentar a los bichos que entraban y salían de los orificios
helados de su cuerpo; ratas y cucarachas que recorrían su organismo como a una
catacumba.
Fui
hacia él con expeditiva urgencia: quería enfrentarme a la verdad lo antes
posible.
Y
me enfrenté a Maxi, inexpresivo y quieto sobre ese ajado sillón rojo, pero… ¿respirando?
Sí,
respiraba. Y más me sorprendí cuando me habló:
―¿Cómo
andás, tanto tiempo?
No
había movido la boca más que cualquier ventrílocuo mediocre. La voz había
reverberado a lo lejos; se me ocurrió surgida de la cripta de una enorme
iglesia. Sus ojos no me enfocaban: se perdían en un indefinido lugar, a su izquierda,
y se quedaban ahí, como colgados de un ensueño. Miré aproximadamente hacia
donde él miraba, y no vi nada que justificase tal atención, más allá de una
conflagración de bichos agolpándose dentro de un plato grasoso.
―¿Y
esto?
Lo
que el viejo me señalaba, eso echado a los pies de Maxi, parecía un moco de
tres o cuatro kilos. Sin una forma definida, se dilataba y contraía a
intervalos regulares, como uno se entera en la primaria de qué hace un pulmón.
Aquel
verde montículo de podredumbre me recordó al vómito de El exorcista, pero más denso y corpóreo. Lo sobrevolaban moscas, lo
rodeaban colillas, cucarachas vivas y muertas, yerba negruzca, envases usados
llenos de hongos, y hasta restos de polenta o puré.
Miré
a Maxi a los ojos. Él, previsiblemente, no me devolvió la mirada.
―¿Qué
te pasó, Max?
―Eso,
¿qué pasa? ―apuntó el viejo.
―Estoy
bien ―nos dijo, con un esfuerzo notorio. La porquería verde a sus pies tembló
por un segundo, y creí ver que adquiría una leve fosforescencia.
―Simplemente,
dejé de limpiar ―siguió Maxi―.Y la vida no me compete.
―Eso
me había dicho aquella vez ―se iluminó el viejo―, cuando le hablé de la
humedad: Las manchas de la pared no me competen. La vida no tiene nada que ver
conmigo. Sí, algo así fue lo que me dijo.
Y
yo no sabía qué decir a eso. Ni a eso, ni a nada.
Fue
el viejo quien volvió a hablar, quizá porque no se aguantaba el silencio:
―“Compete”.
Palabra rara, ¿no?
Asentí.
―Dejame
acá ―dijo Maxi, y sus pupilas se dilataron―. Dejame en paz. ―Retrocedí unos
pasos: la mucosa verde resplandecía con cada palabra de él―. Así estoy bien.
Acá estoy bien.
Con
esa última frase, la cosa verde se apagó
―no encuentro otro término―. Y yo me atreví a observarla: advertí que su
repugnante materia se angostaba y se extendía por detrás del sillón, hasta
donde mi vista ya no la podía seguir.
Miré
de nuevo los ojos de Maxi: hubiese encontrado más expresividad ―más humanidad―
en los agujeros de una calabaza de Halloween.
Cuando
él decía “acá”…, ¿se refería a su casa? ¿A este “acá” que compartía con
nosotros? ¿O estaría en otro “acá”?
El
viejo abría la boca para decir algo, pero lo disuadí con un gesto. No quería
espabilar a Maxi; mejor dicho, no quería espabilar a esa cosa que latía a sus
pies. Fingí contemplar con interés los rincones, y procuré no mostrarme
alterado; pensé que algún movimiento desusado alertaría al bicho. Pero el hedor
resultaba insoportable. Y aproveché y dije:
―Voy
hasta la puerta, a respirar un poco.
El
viejo me miraba sin entender, pero de seguro habría advertido que yo había
visto algo muy raro, más allá de que
todo era raro ahí adentro.
Entonces,
mientras me acercaba a la puerta, oí a mis espaldas un ligero ruido de
arrastre. No venía de las ratas ni de ningún otro animal. Al menos, no de uno
conocido. Lentamente giré la cabeza y observé, ahora con bastante luz, lo que
había sospechado que observaría.
Un
cremoso tentáculo se desprendía de la cosa verde y se introducía por un agujero
en el respaldo del sillón, más o menos a la altura de la médula de Maxi.
Y,
otra vez, percibí los latidos, y también el retorcimiento de aquella cosa
contra la mugre.... ¿Estaba vigilándome? ¿Sospechaba de mí tanto como yo de
ella?
Le
eché al viejo una mirada de “Vámonos ya”. Y dije, con lo que pude
expulsar de mi voz:
―Ahora
volvemos, Maxi.
No
me gasté en buscar la llave de la casa: preferí deslizarme por el agujero que
habíamos usado para entrar. Sentí unos arañazos en la espalda. Rogué que se
tratase de las astillas en la madera.
Conseguí
salir, y me puse de pie. Por suerte, habían sido las astillas. Atravesé
corriendo los yuyos. Ya en la vereda, me acerqué a la zanja. Vomité.
Después
de frotarme los párpados, vi que a mi lado estaba el viejo. Jadeaba, la cara
lívida y los ojos desorbitados.
―Hay
que llamar a la cana ―alcanzó a decir, como si hablara solo.
No
pude culparlo por señalar lo evidente.
―Sí,
hay que avisarles... ―empecé a decir yo, pero me callé: ¿qué les iba a avisar?;
me tomarían por loco.
Antes,
dentro de la casa, la dicción de Maxi me había recordado a la de un
ventrílocuo. Ahora, en la calle, la comparación volvía a mí; pero invertida y
siniestra, como reflejada en un espejo roto.
Horas
después, aquellas palabras, las que yo mismo usé para describir el
comportamiento de Maxi, resonarían una y otra vez dentro de mi cabeza. El
sentido se iría diluyendo con cada repetición, hasta devenir en un ruido
incomprensible; un martilleo irritante, ya muy diferente a mi voz, y que podría
asemejarse a una risa irónica. Aunque la verdad es que yo lo describiría de
otra manera: una manera muy poco racional, pero a la vez más precisa. Valga la
sinestesia, yo juraría que aquello era una horrible carcajada verde.
Me
volví a mi casa, a la que había extrañado como nunca. Con el viejo nos
saludamos, y no nos dijimos nada más: ignoro si él vio lo que yo vi, o si lo
interpretó como yo lo interpreté. No asistí a mi reunión, y durante el resto
del día no pude pensar en otra cosa.
¿Podré,
con el tiempo, volver a pensar en otra cosa?
Recién
a la mañana del día siguiente ―es decir, esta mañana― llamé a la comisaría. Sé
que soy un cobarde. Sé que lo mejor hubiese sido arrancar a Maxi de eso que
anida en la mugre, y después incendiar la casa o algo por el estilo. Algo más
drástico y personal.
Mi
próxima cobardía será esta: me abstendré de volver. Temo encontrarme con un
grupo de policías balbuceantes ―y acaso también con el viejo― conectados a un
racimo de tentáculos verdes. Y más temo ser atrapado, y terminar formando parte
de ese coro autista.
De
hecho, anoche soñé que mi excursión a la casa de la mugre había, en realidad,
concluido de esa forma. Que el horror verde me había cazado antes de que yo me
arrojara por el agujero de la puerta. Y que mi huida, el vómito, la breve
charla con el viejo en la vereda, el regreso a mi propia casa y el llamado de
hoy a la Policía no habían sido más que una ilusión perpetrada por aquel
parásito. Una ilusión que aún continúa, y que me mantiene dócil.
¿Y
si el sueño fue un grito de mi inconsciente alertándome de la verdad? ¿Y si el
momento en que redacto estas líneas sólo sucede en mi engañada conciencia?
¿Y
si estoy ahora mismo, en el mundo real, conectado a la cosa verde?
No,
de ninguna manera: a veces conviene no inflamar la imaginación, en especial si
a uno le falta valentía o si tiene vocación de esclavo.
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Sobre el autor
Alejandro
Baravalle nació un Sábado Santo de 1981, sin otro don —nadie esperaba más— que
su patológica inclinación al terror y al fantástico. Estudió incontables
carreras, todas muy alejadas de la literatura —ejemplos más extremos:
Licenciatura en Letras, Profesorado en Lengua y Literatura—. Pese a las
tentaciones del sentido común y la madurez, salió indemne de todo título. Aun
así, dio clases en la escuela secundaria.
En 2016, la
editorial española Letras Cascabeleras publicó un libro con tres de sus
cuentos: Utopía (Y otros encierros
oscuros). En 2020 salió su segunda colección de cuentos: El sueño del amor engendra monstruos
(Ed. Bärenhaus). Otros textos de su
autoría aparecieron en revistas online y antologías en formato físico. Hoy
tiene su propio taller de escritura y canal de YouTube: El sur, taller literario. Esta actividad le resulta casi tan grata
como la de escribir.
Canal de
Youtube: https://www.youtube.com/channel/UCRrMRC98kYNprn1modRn4jg
Ilustración realizada por
@aparato_nacional
@drasenx
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La
revista digital de difusión cultural Aparato Nacional certifica que el texto
publicado en este espacio por Alejandro Baravalle es completamente de su
propiedad. La revista se compromete a hacer solo difusión de su trabajo, no se
adueña de los escritos. Las correcciones de estilo y el acompañamiento
editorial de la Revista solo llevaron a pulir el texto, no a
transformarlo en algo nuevo.
En
caso de que publiquemos algo que sea plagio, por favor, contactarse con
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¡Buenísimo!
ResponderBorrarCuentazo Alejandro. Mis felicitaciones!
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