Galantemina
Santiago
terminó de abotonarse la camisa; después se ajustó el cinto y, cuidadosamente
puso el saco en el respaldo de la silla.
Con
mano temblorosa —acaso por los nervios—, anotó la dirección en un papel y
garabateó un indeciso mapa. No debía descuidarse: hoy había juntado valor, y tenía
que aprovecharlo. No dejaría nada librado al azar.
Salió
a eso de las seis. El otoño desapacible había firmado una tregua con el sol,
que aun colgaba en el cielo. Santiago estaba enamorado. Se sentía pleno, joven,
feliz.
Y
estaba yendo a verla.
—Mercedes
—susurraba entre suspiros—. Mercedes.
Sin
soltar el ramo de flores, apuraba el paso.
Tuvo
que cruzar las vías. Paseó por las veredas de la inmensa plaza y por los
interminables escalones de la costanera. Le dolían las piernas. Jadeaba. Pero la
imagen de Mercedes lo curaba todo.
Revisó
varias veces el papelito con los dibujos. Y varias veces se detuvo para
recuperar el aliento y relajarse. Se secaba el sudor de la frente con el
pañuelo, se arreglaba la corbata y se levantaba el pantalón. Después, seguía
camino a tranco seguro.
Al
fin, cruzando la avenida, llegó a la casa. Algo en el pecho se le agitó, y Santiago
quiso serenarse. Respiró hondo, avanzó hasta el umbral.
Golpeó.
Salió
a recibirlo una viejecita encorvada por los años. Y esa imagen de pequeñez, de
dulzura y de tiempo, lo conmovió a Santiago. La vio sonreír con los labios
apretados y tímidos. Entonces, le hizo una reverencia.
—Tenga
usted muy buenas tardes, abuela —dijo al fin, con ceremoniosa cordialidad—. Mi
nombre es Santiago, y me pregunto si su nieta Mercedes se encuentra en casa.
Un
brillo en los ojos grises de la abuelita resplandeció por un segundo, y se
perdió cuando bajó la mirada. Pareció dudar. Y despacio, como quien recibe una
orden que no quiere cumplir, se dio vuelta y se encaminó hacia la cocina.
Santiago
escuchó, atenuado por la puerta entreabierta, la voz tímida de la viejecita:
—Merceditas, te buscan —dijo, y repitió con la voz contenida
¾: Te buscan.
Bajo
el marco de la puerta, Mercedes apareció: dorada, brillante, hipnótica.
Santiago la vio para siempre. Grabó su imagen en cada gota de la sangre que le
galopaba.
—¡Hey!
Hola —se apresuró a decir ella—. Pero ¿qué hacés acá? ¿Cómo llegaste? ¿Quién…?
Y
vio en la mirada de Santiago un amor infinito y un miedo joven, muy joven.
Santiago
no la dejó seguir hablando. Estiró el brazo y le acercó el ramo de flores. Se
acomodó el saco y quiso enderezarse.
—Mercedes
—decía, con la voz entrecortada—, disculpe que me haya llegado hasta su puerta
a estas horas y sin aviso. Pero tengo la urgencia de decirle que la quiero. Y
que pienso mucho en usted.
Merceditas
miró hacia adentro, desconcertada.
—No
lo tome a mal, por favor —se apuró a decir Santiago—. Lo mío es sincero y desde
hace mucho tiempo, acaso desde que la he conocido. Quiero preguntarle una cosa.
Ella
prolongó un difícil silencio. ¿Cómo habría llegado su abuelo desde el
geriátrico hasta su casa? Lo miró enternecida: las manos ancianas, el pelo
encanecido, la piel curtida y gastada, el cansancio, el amor.
—Quiero
preguntarle si quiere ser mi novia, Mercedes —dijo el viejito bajando la vista.
Desde
la cocina, Mercedes —su Mercedes de
siempre, que había escuchado todo—lloraba. Había rejuvenecido cincuenta años en
cincuenta segundos. Rememoró esas viejas palabras, las mismas que ahora recibía
su nieta. Y cerrando los ojos, bajito —muy bajito, para que no la escucharan— respondió
lo mismo que aquella vez:
—Sí,
Santiago. Me encantaría ser su novia.
Sobre El Autor
Ilustración Realizado Por
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Tan simple y tan sentido, una realidad q atraviesan muchos de nuestros abuelos... cuánto sentimiento. ¡¡Felicitaciones!! Me emocioné al leerlo
ResponderBorrarMe alegra que te gutara. Te invito a seguirnos en nuestras redes para seguir al tanto de lo que posteamos.
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