Con tal de evitar el contagio
Manuel Morón
El encierro se había vuelto
insoportable. Yo trataba de mantenerme ocupado, pero tras un par de meses nada
conseguía apartarme del balcón de mi departamento. Desde allí, podía contemplar
el supuesto apocalipsis.
Solía imaginar a los viejos agoreros
del fin del mundo escondidos en sus búnkeres, rodeados de armamento, pero sin
un miserable frasco de alcohol en gel.
Y pensar que hace un año, por estas
fechas, yo estaba en el congreso de Perú, escapándome de alguna exposición,
para conocer un poco más acerca de la cultura del país. Ahora, con la aparición
del virus, apenas si podía asomarme a la vereda de mi propia patria. Eso me
llevó a creer que el peor de los síntomas no era la tos sanguinolenta, esa que
puede hacerte escupir los pulmones, sino la paranoia que había infectado a la
sociedad.
Aún desconozco el paradero de mi
vecino del 4ºC. Salió a la calle, infringiendo el toque de queda, y a tan solo
un par de cuadras del edificio fue detenido por unos soldados con trajes
antivirales. Vi como lo sometieron de un culatazo, para luego cargarlo dentro
del jeep militar.
Nadie supo más nada de él.
Yo, por mi parte, alternaba entre el
puesto de vigía y el trabajo de domiciliario. Como aracnólogo, tuve que traerme
gran parte de los especímenes que examinábamos en el instituto. Mi sala se
llenó de terrarios con arañas de todo tipo: grandes, diminutas, peludas,
lampiñas, venenosas, inofensivas. Al menos tuve compañía durante la cuarentena.
La monotonía me llevó a agarrar el
escobillón para deshacerme de los médanos de polvo que se habían acumulado
atrás de los muebles. En su momento había alquilado el departamento amoblado,
así que cada tanto encontraba una que otra baratija en cajones cerrados con
llave. Pero el verdadero descubrimiento se dio mientras limpiaba el recoveco
ubicado entre la pared y un gigantesco armario de ébano. Allí encontré una
especie de pasadizo que conectaba con un túnel secreto. Vacíe el armario, y lo
moví. Prendí la linterna del celular, decidido a adentrarme en aquel túnel de
sombras y hormigón.
Afortunadamente soy flaco, de otra
manera no hubiese podido avanzar por el escabroso pasillo, repleto de cables y
tuberías oxidadas. Con cada paso, oía crujidos bajo mis pies, y veía polvaredas
de tierra cayendo desde lo alto del armazón.
El edificio había sido construido
durante la dictadura. Supuse que lo diseñaron como un centro clandestino de
detención, lo que explicaría su estructura interna: cada pocos metros
encontraba una mirilla que me permitía espiar el interior de los departamentos
vecinos. Estimo que en su momento fueron camufladas como rejillas de
ventilación, debido a su forma y a que todos los departamentos contaban con
una, incluso el mío.
Seguí avanzando, hasta que un paso
en falso me desequilibró y me obligó a sostenerme de las tuberías que
atravesaban el pasillo. El tubo tembló a causa de mi manotazo, y varios
cascotes cayeron cerca de mí. De casualidad no terminé desnucado por alguno.
Pasado el susto, entendí que mi
tropiezo había sido causado por el desnivel de una escalera caracol, que
descendía y se enterraba en la oscuridad. Carecía de barandas, y tenía varios
escalones rotos que evité a grandes pasos.
Quizás en otras circunstancias
hubiese desistido de aquella peligrosa expedición. Pero, tras meses de bodrio,
las fallas estructurales del túnel me parecieron desafíos tentadores. Me sentí
un arqueólogo aventurero, un Indiana
Jones infiltrándose en las ruinas subterráneas de algún pueblo perdido.
Bajé un par de pisos hasta que oí
una tos mucosa, y poco tardé en descubrir que venía del 1ºB. Ahí vivía la
señora Fernández, a quien identifiqué a través de la mirilla. Era una mujer
mayor, que con frecuencia pecaba de chismosa; supuestamente había quedado
viuda, pero ninguno de los vecinos había llegado a conocer a su esposo. Algunos
creemos que se lo había inventado con tal de evitar el apodo “solterona”.
Noté algo raro en ella: su cara
estaba roja, y el cuerpo le transpiraba como si ardiera de fiebre. Sumado a la
ya mencionada tos, solo podía significar que la señora Fernández había
contraído el virus.
¿Qué debía hacer? Si alertaba a las
autoridades, nos desalojarían a todos, abandonándonos a nuestra suerte —o al
temible destino impuesto por el protocolo—. Por otro lado, no podía permitir
que la señora entrara en contacto con ninguno de los vecinos: eso desataría una
reacción en cadena que tarde o temprano tocaría a mi puerta.
Volví a mi departamento, subiendo las
escaleras, y traté de pensar una solución que no implicara a las fuerzas
armadas. Pero nada parecía viable, hasta que enfoqué la vista en uno de los
terrarios apoyados sobre la barra del comedor. En él se hallaba confinada la
loxosceles laeta, mejor conocida como la “araña de los rincones”. Observé las
gotas de veneno que brotaban de sus quelíceros, como si salivara al verme
pensativo e indefenso.
Solo debía encontrar la manera de
inyectarle aquel veneno a la señora Fernández sin entrar en contacto directo
con ella. Una dosis bastaba para resolver este asunto de sanidad pública: al
cabo de un par de días, el virus desocuparía el cadáver de la mujer. Y mejor su
partida que la nuestra. Con lo testaruda que era, la señora Fernández no se
preocuparía por llamar a los médicos, así como nunca se había acercado a la
clínica a pesar de presentar todos los síntomas de la infección.
Faltaba resolver el modus operandi. Se me ocurrió soltar a
la araña a través de la mirilla oculta del 1ºB, pero nada garantizaba que una
vez fuera de mi alcance el bicho no se escabulliría por alguna grieta,
ignorando su papel de arma homicida.
Volví a recordar el viaje a Perú.
Había vuelto con un par de souvenirs, entre ellos una réplica de un huaco
retrato de madera, perteneciente a la cultura moche, y una cerbatana decorativa
de unos veinticinco centímetros de largo.
Comprobé el rendimiento de la
cerbatana contra una cartelera de corcho. Al principio, mi desempeño era tan
lamentable como el de un niño que se escupe a sí mismo por accidente. Pero tras
practicar, hasta quedarme sin aliento, conseguí soplar los dardos con la fuerza
suficiente para que se clavaran en la cartelera.
Puse los tres dardos a remojar en un
frasco que contenía la muestra de veneno de la loxosceles laeta. Cuando
estuvieron listos, los saqué cuidadosamente. Me hice también con la cerbatana,
y volví a adentrarme en el túnel.
El plan era simple: una vez hubiera
envenenado a la señora Fernández, esperaría un par de días antes de golpear su
puerta con la excusa de devolverle algún utensilio de cocina. Al no obtener
respuesta, alertaría al encargado, que contaba con una copia de todas las
llaves del edificio. Tan solo debía acompañarlo hasta el interior del
departamento, y aprovechar su conmoción para deshacerme de los dardos. Cuando
las autoridades encontraran a la “araña de los rincones” paseándose por la escena
del crimen, unirían todas las piezas. Las unirían a mi gusto, claro.
Bajé hasta el 1ºB, con cuidado de no
provocar otra avalancha de cascotes. Me posicioné de tal modo que la punta de
la cerbatana, ya en mi boca, se asomara por entre los barrotes de la rejilla de
ventilación que daba a la pieza de la señora Fernández. Estaba anocheciendo:
caí en la cuenta de que había pasado varias horas preparándome para la misión
sanitaria. Ella estaba acostada, envuelta por una frazada grisácea que la hacía
ver como un elefante marino. Hasta roncaba como uno: de seguro se debía a su
gigantesca nariz. De no ser por la negligencia de aquella vieja solterona no me
hubiese visto forzado a terminar con su vida, pero alguien debía hacerse cargo
del asunto. O al menos eso fue lo que pensé en ese momento.
Dispare el primer dardo, y fue a
parar a la pantalla de la lámpara que adornaba la mesita de luz. El segundo
estuvo más cerca, aunque no pudo atravesar la robusta frazada que le envolvía
el cuerpo. Solo quedaba uno, por lo que trate de regular mi respiración y
calcular el recorrido. Cuando estuve seguro de acertar, disparé, vaciando el
aire de mis pulmones.
El dardo se clavó en el cuello de la
señora. Ella se movió bruscamente, y agitó la mano como queriendo ahuyentar un
mosquito. Pero no se levantó, ni abrió los ojos.
Había logrado mi cometido: el veneno
ya circulaba dentro del torrente sanguíneo de la señora Fernández. Guardé la
cerbatana y escapé de allí lo más rápido que pude. Me sentía aliviado y
eufórico por haber solucionado el problema antes de que la situación se saliera
de control.
Pero el alivio me duró poco: de
regreso, tropecé con una grieta que hasta entonces me había pasado
desapercibida. Me llevé un par de cables conmigo, lo que pudo ocasionar el
desprendimiento de los escombros que me cayeron encima, arrastrándome hacia uno
de los pisos inferiores. Pronto me vi rodeado por restos de hormigón, y una
pila de cemento que aprisionaba mi brazo derecho. Usé un pedazo de cañería para
hacer palanca, y levanté la pila lo suficiente como para liberar el brazo. No
fue sino hasta que logré zafarlo que me di cuenta: me había fracturado.
El polvo no me dejaba ver: era como
atravesar una tormenta de arena.
Finalmente logré ponerme de pie, con
ayuda de una columna. Fui tanteando el terreno con mi mano sana, hasta que
sentí la inconfundible chapa de los autos. Entonces supe que había caído en la
cochera del edificio.
Seguí avanzando, y llegué a lo que
supuse era la entrada de la cochera. El brazo me dolía, y no podía parar de
toser. Caminé hasta la calle, aunque era obvio que nadie saldría en mi ayuda.
Pero una voz desconocida me tomó por sorpresa. Una voz masculina que me dijo:
—Usted, ¿qué es lo que hace afuera
de su domicilio? ¿Qué fue lo que le pasó?
Me acerque a mi interlocutor. Quise
contestar, pero tenía las cuerdas vocales atestadas de tierra.
—Señor, deténgase —me dijo el
hombre.
Yo estaba desesperado por un poco de
atención médica: el dolor del brazo se había vuelto insoportable.
—¡Se lo advierto, señor, quédese
donde está!
Volví a ignorar sus advertencias, y
continué acercándome. Fue entonces cuando la tos me produjo un lagrimeo que me
limpió la tierra de los ojos.
Vi al policía: tenía puesto un
barbijo y unos guantes de látex. El arma con que me apuntaba le temblaba en la
mano, y me miraba como se mira a un muerto viviente.
Yo seguía tragando tierra cuando oí
el disparo.
Sobre El Autor
Me llamo Manuel Morón, tengo 22 años y soy de la ciudad de Mar del plata. Actualmente estudio letras en la UNMDP y tengo una cuenta de instagram titulada "El cuentígrafo", en donde subo cuentos cortos de mi autoría.
Ilustración Realizado Por
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La lectura de este cuento me atrapó. Muy bueno!!!
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