Los ojos de luna
La
conocí una tarde de viernes, en el supermercado. Yo examinaba las insólitas
variedades de yogur, y pensaba que aquel periplo de góndolas frías sería tan
azaroso como el resto de mi semana. No presté demasiada atención a la gordita
de unos cinco o seis años que acababa de pararse cerca de mí.
Dejé
caer sobre el chango un yogur sabor frutos del bosque, o quizás frutilla, y me
dirigí a la sección de fiambres. Una vez allí, decidí que prefería una cena decente,
quizás un plato de pastas. Y me di cuenta, también, de que la nena seguía a mi
lado.
Más
que gordita, era decididamente gorda. Dos trenzas con rulos le rozaban los
cachetes. Tenía aspecto limpio y ropa cuidada. Sonreía. Sin dudas, no se
trataba de una “nena de la calle”. Sus padres andarían por ahí.
Cuando
me siguió hasta la caja, consideré prudente preguntarle:
—¿Perdiste
a tus papás?
Sonreía,
siempre sonreía. Pero no me contestó.
Y
yo presté atención a los ojos redondos y pequeños: dos bolas de vidrio hundidas
en esa cara de esponja y detenidas en una imbécil mirada de pez. Aunque sospeché
que ella no me miraba a mí ni miraba a nadie. Parecía ignorar que estaba en el
mundo.
Me
desentendí, y fui hasta la caja. Pagué el yogurt de frutos del bosque o
frutilla y el resto de los productos.
La
puerta automática se abrió ante mí. Ya en la calle, caminé dos o tres pasos, y
miré hacia atrás.
Y,
como el lector acaso ya se imagina, la nena aún estaba ahí. Persiguiéndome.
Antes
de hablarle, eché un vistazo alrededor, como si estuviese a punto de cometer un
crimen.
—Deberías
volver al super, tus papás se van a preocupar.
La
misma mirada indiferente, la misma sonrisa lánguida, los mismos ojos de pez.
Retomé
camino. Cada tanto volteaba, y descubría detrás de mí a la enana rechoncha. Me
seguía de cerca, sin dejar de sonreír, con la indolente obcecación de un
terminator en miniatura.
Reflexioné
sobre muchas cosas durante ese peculiar paseo. No sobre la niña, sino sobre mí.
Ahora no recuerdo a qué conclusión llegué, sí es que llegué a alguna. Sí
recuerdo claramente que, cuando abrí la puerta de casa, le dije:
—¿Vas
a pasar?
Se
lo dije como si fuese lo más normal del mundo.
Así
contado parece todo muy fácil, y el lector tenderá a considerarme un loco. Pero
no resultó nada fácil al principio: ¿qué demonios haría yo si a la Policía se
le ocurría tocarme el timbre para preguntar por una menor desaparecida en el
barrio? Ni siquiera sabía si ella tenía padres, ni cómo se llamaba. Supongo que
padecía algún tipo de enfermedad mental. A pesar de mis intentos y de mis
preguntas, no modificó jamás sus hábitos de cadáver a pila.
Nunca
fui un hombre sociable. Por fortuna, mis vecinos correspondían educadamente a
mi indiferencia. Nadie me preguntó nada. Además, pronto comprobé que la nena no
salía nunca; de hecho, carecía de iniciativa propia. Creo que se hubiese muerto
de hambre si no le daba de comer a diario. A pesar de eso —o por eso mismo—, no
me traía problemas. De hecho, demostró una relativa habilidad para aprender
tareas simples, en especial las de limpieza y cocina. Por el módico precio de
dos comidas diarias, más la eventual adquisición de ropa nueva, obtuve una
empleada disponible las veinticuatro horas.
Una
tarde, solo por matar el aburrimiento, le asigné el nombre de Luna. Hubiese
dado lo mismo cualquier otro, porque nunca respondía cuando la llamaba. Debía
indicarle con gestos lo que pretendía de ella. Por ejemplo: si quería que
lavase los platos, le mostraba uno.
No
la llamé Luna porque me gustaran los nombres hippies: sucede que su carota
redondeada y su indecible expresión me recordaban a la luna llena de Melies.
No
diré que los años la convirtieron en una mujer bella, pero el estirón la mejoró
bastante. Disminuyó la redondez de sus mejillas, y se depositó en otros rincones
de su cuerpo.
Pero
Luna, a semejanza de la luna de verdad, jamás evolucionó en su actitud. Y nunca
me miró con otros ojos que no fueran los suyos: esos dos redondeles de bijouterie,
imitación mediocre de las pupilas y los globos oculares humanos. Tampoco abandonó
su sonrisa de muñeca lobotomizada.
Y
yo me atreví ahora a sacarla de paseo. Le enseñé a tomar helado y la inicié en
el chocolate. La sentaba junto a mí en el cine, y los pochoclos se movían más
que ella. En el décimo aniversario de nuestro primer encuentro la llevé, admito
que con cierta vocación irónica, al supermercado. Aunque no al mismo de aquella
vez: a ese preferí no volver jamás.
Luna
constituyó mi único vínculo duradero, mi única compañía auténtica.
Hicimos
algunas cosas divertidas juntos, incluso conmovedoras. Alguna vez le hice cosas
que hoy me dan vergüenza. Pero me dije que todos cometemos errores, y traté de
olvidar.
Luna
y yo dejábamos pasar el tiempo juntos, cada uno en su mundo propio.
Y
el tiempo pasó. En especial para mí.
El
lector de estas parcas memorias quizás espere un giro final, semejante al de
las buenas ficciones. Acaso quiera saber quién es Luna y de dónde salió. O qué
la impulsó a seguirme aquella vez en el supermercado.
Yo
también hubiese querido saberlo.
Ahora,
estoy derrumbado en mi ajado colchón. Mientras termino de borronear esta hoja,
Luna me lava los pies. Previendo este momento, he tomado la precaución de
adiestrarla en los quehaceres básicos de la enfermería. Lo conseguí: Luna es
incluso capaz de limpiar mis intempestivas excreciones, y sin la menor muestra
de asco. Dudo que muchos padres, en su hora final, gocen de un tratamiento así
por parte de sus hijos.
Acabo
de orinar rojizo, y ya es costumbre. Me resulta imposible controlar mi vejiga. Y,
aunque pudiera, me resultaría igual de imposible caminar hasta el baño —por
desgracia, las habilidades de Luna no incluyen la de ayudarme a moverme—.
Siento el denso calor entre las piernas: mi sexo gomoso pegándose al pijama,
hiriéndose con cada involuntario roce.
Pronto
abandonaré toda sensación. Y me pregunto qué será de Luna cuando yo no esté.
Muevo
la mano en círculos, y ella ya sabe que debe tomar un trapo y limpiarme. Le
señalo la zona afectada, y se aplica a la tarea. Contemplo los ojos de pez, la
perpetua sonrisa. Cualquier otro hombre, en mi condición, tendría un único
misterio del que preocuparse. Ese hombre se preguntaría por el otro lado del
umbral. Cavilaría sobre si hay un paisaje esperándolo, o sólo tinieblas después
de las tinieblas.
Yo,
en cambio, sé que mi misterio me sobrevivirá. Luna permanecerá aquí una vez yo desaparezca,
y sin dudas seguirá sonriendo, mirando a mi cadáver con su no-mirada. Por eso
aprovecho ahora para dedicar las mías —mis últimas miradas, quiero decir— a
esos ojos de pez. Esos ojos que me han condenado a una pregunta sin respuesta.
O, quizás, a una respuesta que desde el principio estuvo demasiado clara.
Porque una parte de mí debió intuirlo desde que la conocí entre las góndolas, y
le miré los ojos como se mira al abismo o a un oráculo. Y aquella vez Luna
sonrió, y supongo que yo también sonreí. Porque no tuvimos otra opción, ni la
tendríamos nunca.
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Sobre El Autor
Alejandro Baravalle nació en Buenos Aires, en 1981.
Textos de su autoría aparecieron en revistas online y en antologías en formato
físico. En 2016, la editorial Letras Cascabeleras publicó en España un libro
con tres de sus cuentos: “Utopía (y otros encierros oscuros)”. Lleva adelante
un taller literario que difunde mediante su canal de Youtube: “El Sur, taller
literario y algo más”.
Ilustración Realizado Por
@the_art_of_tasuugo (https://www.instagram.com/the_art_of_tasuugo/)
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Términos Legales
La revista de difusión cultural Aparato Nacional certifica que el texto publicado en este espacio por el escritor Alejandro Baravalle es completamente de su propiedad. La revista se compromete a hacer solo difusión de su trabajo, no se adueña de los escritos. Las correcciones de estilo y el acompañamiento editorial de la Revista solo llevaron a pulir el texto, no a transformarlo en algo nuevo.
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