La
gloria
Pedro
Mieles
La
luz entra amarilla y sofocada por la ventana. Es un día caluroso. Seco.
Extático. Vicente Rivera observa por la ventana a las personas pasar por la
plaza principal de su ciudad. Gritan de alegría. Danzan. Se pierden unos a
otros entre la multitud. Vicente sabe lo que va a suceder en este día tan
brillante y sepulcro. Hoy morirá. Se pone el atuendo. Brillos y lentejuelas le
cubren su pantalón solo por la parte exterior de sus piernas. Comienza desde
los tobillos, acaba en su cintura. Lleva una camisa blanca y holgada. Nada
antes visto. Él cree que lo hace como una burla. La gente piensa que es un
espectáculo. Tantas veces ha estado dentro de la misma situación, que ya no le
interesa saber propiamente qué es lo que la gente piense de sí. Cuando pequeño,
imaginaba su cuerpo frente a los graderíos. Junto con las voces repicando su
nombre a la distancia. Y él haciendo reverencia frente a sus espectadores. Es
que, él había nacido para la gloria. Es que su nombre se marcaba en las grandes
estatuillas del tiempo. Vicente Rivera: el hijo prodigo del coliseo.
La
luz entraba amarilla y sofocada por la ventana. Una botella de vino reflejaba
el color de su vida. Reflejaba los años pasados. El porvenir. Tomó de la
botella. La posó en sus labios y sorbió un trago profundo. Así lo hacen, los
hombres de verdad. En la mesita de noche se encontraba una caja de cigarrillos
tropical, los cuales fumaba con devoción. Ningún hombre que tiene miedo a la
muerte fuma. Ningún hombre que tiene miedo a la muerte fuma, de verdad. El
estilo es todo lo que cuenta, se dijo, mientras la estela del cigarrillo se
perdía en el ambiente. Era su primera tarde de corridas en la ciudad de Quito.
La tauromaquia comenzaba. Sus zapatos estaban listos. A pocas horas del
espectáculo, lo que el torero hace tan solo es: fumar y beber. Nada de
pensamientos. Tan solo imaginar la gloria. Las rosas. Las mujeres encantadas
con la corrida. Porque, ese es su trabajo: divertir; emocionar; ser por un
momento: inmortal. Así que lo primero en hacer fue: terminar la botella de
vino; litro completo del más mundano vino que pudo encontrar en las calles de
la cuidad, específicamente en unas de las tiendas del centro, cerca de la calle
presidente, cerca de la plaza Foch, cerca del estadio Atahualpa. Más allá de
los bares donde cualquier persona frecuentaba. Él necesitaba estar cerca de la
tierra, cerca de su gente, necesitaba, re-descubrir su forma, su espectro. Por
fin verse en los otros rostros que también eran su rostro. Y ahí fue. Tan solo
vestido con un jean y un jersey azul marino y unos zapatos mocasín. Pidió
primero una botella para establecerse. Todos los asistentes al asiduo bar lo
observaron; rostros carnosos, envejecidos por el tiempo, con sus ojos igual a
cuencos vacíos; hombres y mujeres sin esperanzas lo observaban. Le sonreían, le
odiaban. Un paisano en su propia tierra también puede ser odiado. Tal vez por
su cabello, tal vez, por su rostro aindiado, pero altivo. Tal vez por su aire,
por su estilo. Nadie puede absorber tu estilo. El estilo se construye a través
de los años de sufrimiento, o, de amor. Y él había vivido toda su corta vida
lleno de amor y de sufrimiento.
Tenía
24 años. Corría toros desde los 16. Supo su profesión desde muy niño cuando por
primera vez, por azar, asistió a una corrida, para vender sus billetes de
lotería. No le fue bien. En lo que sí le fue bien, era en observar las técnicas
del torero. Un arte masacrado. El animal mutilado intentando sobrevivir a la
última daga clavada en su lomo. Un arte sangriento. Nada diferente al antiguo
coliseo donde los hombres se mutilaban entre sí, dispuestos a matar para seguir
viviendo. Esclavos, se dijo. Somos esclavos de este, nuestro único y propio
destino. Así que cuando vio al matador arropar con su manto rojo y púrpura al
toro. Cuando vio como la danza era también una forma de amor, se dijo así mismo
que quería hacer lo mismo. Representar la vida en el punto ciego donde todo se
difumina, donde las personas pierden la validez de lo correcto e incorrecto.
Donde aparece la vanidad, la lujuria, el peligro. Lo moral se transforma en simple
hecho de verdad y acto.
El
cuarto estaba vacío. Lo contemplaba como así mismo: un cuarto oscuro y de
porcelana recubierto de estatuas y andamios. Caminos a ningún lugar. La gloria
era la luz que entra por la ventana. Los gritos de la gente son mi respiro. Su
aliento es mi hálito de vida, se dijo. Una sonrisa salió de su rostro. El
cigarrillo se había consumido de repente. La botella, casi a cuatro dedos de
acabarse, mojó sus labios hasta que el largo trago, dejó sin un poco de líquido
la base. Se levantó. Le temblaron un poco las piernas. Encendió un cigarrillo y
se incorporó de repente. Salió de la habitación encendiendo otro tropical. Bajó
las escaleras. Saludó a su casero. Y este le devolvió una reverencia. -La
gloria eterna, le dijo el dueño del hotel, al despedirse. Arte macabro, se
dice, mato para vivir.
La
plaza no está tan lejos, tan solo pasar la catedral y unas cuantas cuadras más.
PAAAAM
PARAAAA PAMPAM PARARA PAM PAM PARARA PAAAAM PAAAAAM- Suena el paso doble
español a la distancia.
El
corazón le palpita. Uno dos como la vida. UNO DOS UNO DOS UNO DOS. No hay
nervios. Su figura solemne por las calles, le hace cruzar miradas con
espectadores impresionados, absueltos. Va a morir, se dicen en murmullos que
son más gritos de asombro. Él, con una sonrisa más que de esplendor, les
responde sin algo que agregar. En la plaza, con todos reunidos, mira al cielo,
está despejado, ninguna nube. Las rosas caen. Nada de lo que fue el coliseo
romano ha cambiado, piensa. Hace reverencia con los brazos abiertos. Lanza
besos. Los lanza con alteza. Sabe que es su momento: un suspiro de eternidad en
la tierra, la forma del ocaso que tan solo él y no los dioses pueden darse
cuenta.
La
corrida yace a destiempo. Se limita a jugar con el animal.
-Venga
toro -Le grita- ¡Venga!
Y
el toro avanza, corre despotricadamente hasta su manto rojo y púrpura. El toro
danza con él y también babea como él. No es el licor lo que lo cansa. No es la
muerte del toro lo que lo asusta. No es su propia muerte de la cual está
pendiente, no. Es la poca vida de sus padres, es la muerte de su hijo, es la
franja total de soledad que siente ahora lo que pasa por su cabeza. Y a su vez,
son pensamientos que se esfuman de repente. Yo soy el toro se dice. Como él es
también yo. Yo soy la vida que voy a quitar, como la muerte que está a punto de
tocar la vida. Y así, ensartando la primera daga el lomo, los asistentes
gritan. ¡OLE! Gritan nuevamente ¡OLE! Gritan nuevamente ¡OLE! Gritan nuevamente
¡OLE! La gloria es una hoja que vacila en el viento antes de caer desmesurada
en la tierra.
Una
luz opaca y débil entra por la ventana. El viejo torero danza la marcha de la
corrida. Escucha el paso doble en su cabeza. Sabe que el toro no murió esa
tarde. Sabe que él no quiso asesinarlo. Y aún así, las personas gritaron por su
piedad. Pero nadie gritó por él después, ni le quitaron la pena, ni le dieron
un poco de comida o un poco de amor. En la casa de retiro junto a demás
ancianos, Vicente Rivera danza la marcha de la corrida, escuchando el paso
doble, bebiendo lo poco que le resta de vino. Fuma lo poco que le queda de
cigarrillo. Pues sabe, que hoy va a morir. Un momento de gloria, es un suspiro
en la eternidad.
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