Cuestión de piel
Mateo Valencia
Cuando sonó la alarma, Marcela
ya llevaba seis minutos —los había contado— sentada en el borde de la cama, con
las pantorrillas tensas y las puntas de los pies tocando apenas la baldosa.
Esperaba el pistoletazo para empezar a correr.
Pensaba en cómo había
llegado a esta situación.
Se lo había contado a
su madre. Mil veces se lo había contado, buscando cada vez las palabras
adecuadas; pero mamá siempre encontraba una justificación:
De qué me estás
hablando, bobita.
Si él te acaricia es
porque te quiere.
Es normal.
Tu padre no te va hacer
daño.
Estás exagerando.
Las excusas caían: eran
bloques de plomos que aplastaban cada intento de escapar de su miseria. Y, así,
Marcela supo auténtico aquel cliché que había leído en la STARS, ese de “El amor es ciego”.
Sucedió por primera vez
en su cumple número diecisiete, mientras mamá iba a comprar los adornos para la
fiesta:
—Hoy te conviertes en
mujer —le dijo papá mientras se metía en el baño.
Ella había terminado de
ducharse, y se secaba el pelo frente al espejo.
Se suponía que sería un
día lleno de mimos y abrazos y besos y caricias.
Y lo fue:
Primero, papá le rozó
la cara con dulzura —quien hubiese visto su sonrisa, diría que contemplaba un
lienzo—. Después, la mano dulce se convirtió en una tenaza que le juntó las
mejillas. Y Marcela se paralizó, apenas podía emitir quejidos ahogados. Con el
dedo índice de la mano derecha, papá le recorrió el cuerpo, desde el cuello
hasta las nalgas. Arrodillado, le sopló su aliento en los surcos de piel que marcaban
las costillas.
La agarró del pelo y le
metió la cabeza en el lavamanos. Usaba la mano libre para jugar con su sexo. Marcela
vio como la cara de papá se transfiguraba en el espejo, y ese par de ojos se la
devoraban tras el halo de vapor. Sintió que la abrían como a una fruta: con
cada gemido, algo se le desgarraba.
La escena se repetía
cada que se le daba la gana a papá. Él entraba en el baño, se paraba a su
espalda, le apretaba la cara desde atrás y le susurraba al oído:
—Ssshh, bonita, calla y
disfruta.
—¿Por qué?
—Porque te amo.
—No quiero.
—Aprende, muchachita
—le decía desde el espejo esa sonrisa lasciva—. Aprende a quererme.
Lo disfrutaba el cerdo.
Mejor dicho, la disfrutaba.
Marcela no se atrevía a
hablar con gente fuera de la familia, y mucho menos a denunciarlo. Si no le
creía su madre, tampoco lo iba hacer la Policía o un desconocido.
Además: ¿cuánto tiempo
pasaría antes de que el monstruo tomara represalias?
Ahora mismo, incluso,
se imaginaba los peores escenarios: se veía sucia, sin dinero, vagando por las
calles hasta morir de hambre o frío.
Pero la decisión estaba
tomada: se iría muy lejos, al país más al sur que había encontrado en el mapa. En
la agenda tenía una lista con los requisitos y etapas del viaje, con un chulito
a la derecha de cada una: tiquetes a Argentina, check. Hora del vuelo 6:30 a.m.,
check. Hostal Puerto Limón, check. Ropa de invierno para agosto, Check. Visita
a la Patagonia, check. Y así más de treinta, todas con un revisado.
Había llegado la hora.
Se levantó de la cama, la maleta la esperaba al pie de la puerta. Una persona
normal hubiese pensado en darse una ducha; pero el baño era el último lugar al
que Marcela quería volver.
Así que se cambió
directamente, y se echó desodorante y colonia.
Cuándo entreabrió la
puerta de su habitación, un rumor le llegó desde abajo: probablemente desde la
sala. Parecían murmullos bajos, mezclados quizás con pequeñas risitas. Pensó
que la habían descubierto.
Se detuvo y respiró
lentamente. No había nadie allí, no. Era la tensión que le agudizaba los nervios,
la llevaba a imaginarse cosas.
Aguzó el oído:
silencio.
Comenzó a bajar las
escaleras: tac, tac, tac. Procuraba
pisar suave: tac, tac, tac. Los
últimos tres escalones sonaron diferente: clap,
clap, clap. Le vino a la cabeza la
fricción de dos pelvis chocándose: clap,
clap, clap. Apoyó los pies en la primera planta, y se detuvo. Aquel
ruido no cesaba: clap, clap, clap.
Tardo unos segundos en advertir su verdadera naturaleza.
Eran aplausos.
El último ruido
coincidió con las siluetas asomándose a la luz. La imagen le hizo temblar las
piernas.
Ahí estaban los dos, sonrientes
y desnudos. No dejaban de aplaudir.
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Sobre El Autor
Mateo Valencia Atehortúa (1987): Docente de la ciudad de Medellín, Colombia. Dicta clases en el Politécnico Colombiano en áreas relacionadas con la comunicación y la narrativa. Ha trabajado en medios locales como redactor y corrector de estilo. Su primer cuento publicado, Desierto, apareció en la antología Medellín en Cien palabras (2018). Un segundo relato, El helado se derrite, fue incluido en la antología Historias de aeropuerto (2019).
Ilustración Realizado Por
@the_art_of_tasuugo
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Gran cuento.
ResponderBorrar¡Gracias! No olvides que puedes disfrutar de más de nuestro contenido en el inicio del blog o a la izquierda de tu pantalla (si estás en Pc). Nuestra cuenta de instagram, para estar más en contacto, es @aparato_nacional
BorrarMuy buen cuento!!! Felicitaciones.
ResponderBorrar